Palermo Si viajas a una ciudad y llegas a una plaza octogonal, con cuatro fuentes en las que cada una representa una estación del año, y aparece la figura de una santa patrona que se asienta en la azotea de cada una de las fuentes, y desde esa plaza se enmarcan los setecientos cincuenta metros alrededor que dan pie a las cuatro puertas que abre la ciudad al resto del mundo, uno puede creer que allí, en ese cuadrado de oro, están la razón, el pensamiento de unos hombres, un gran sentido que la puede hacer navegable, transitable para una persona que viene de lejos. Pero luego, la realidad se hace palpable señuelo y un caos armonioso y bullanguero convierte el cuadrado en un laberinto siciliano del que apenas serás capaz de asimilar algo en tan poco tiempo como vas a estar en ella. Quizá tengas poder de abstracción y entre la desmembrada ciudad encuentres alguno de sus edificios simbólicos, que son muchos y hermosos, que te seduzcan, y entre las certeras ruinas de un mundo pasado recuperes las flores de la historia, o el más sutil de los helados te haga olvidar que te rodea un hervidero indefinible de personas con las palpitaciones y la voz a muchas más revoluciones que las tuyas. Será Palermo una fruta madura, y entre las miradas oscuras y profundas de sus habitantes y sus trajes de domingo, en las inenarrables bodas diarias con reminiscencias casi póstumas que serpentean ante la mirada del viajero, siempre hay una pregunta, un aroma que no se puede describir con las palabras. Hay que viajar allí y respirar para cuadrar el círculo.