Retorno a la infancia
Por una razón u otra, por aquellas calles hacía mucho tiempo que no había andado. Si alguna vez había ido al pueblo, era por motivo de un entierro, de paso o por asuntos de negocios. Por eso, el encontrarme aquel sábado allí, con poco tiempo, pero suficiente para volver a mis calles hizo que los recuerdos se agolparan haciendo saltar un dique de muchos años.
Llegué a la iglesia de S.Salvador y continué por la calle Mediavilla. Todo era distinto, pero guardaba un aire familiar, como si los veinte o veinticinco años transcurridos sirvieran para sentirnos más ajados pero más sabios. Ya no estaba aquel bar, ni la tienda de los Magdalena, la de los electrodomésticos era pequeñisima (de niño en Navidad tocaban villancicos por sus altavoces y sus luces iluminaban todo el entorno). Sin embargo, la farmacia estaba imperturbable, así como la zapatería que hacía chaflán con mi calle, Juliana Larena y miraba a la plaza a través de un largo arco.
Subí por la calle cuesta arriba, y todo era distinto o estaba abandonado. El local de ultramarinos de mi tía era ahora una cochera. No quedaban ni la carnicería ni el horno de pan (¡que buenas las tortas de anís, las cocas y las tetillas de las barras que me comía todavía calientes!) ni la tienda de la Dolores, (¡qué buena persona era la Dolores, con toda su humanidad siempre sonriendo!). Llegué al gallizo con sus inolvidables escaleras(¡cuantas veces no estuvimos a punto de rompernos la crisma jugando a todo lo que se nos ocurría!), lleno de pintadas y con las casas semiabandonadas; la casa señorial que siempre me daba temor, con su perro lobo y la anciana de mala leche que siempre nos increpaba, ya me pareció un león domado y en la antigua ruina de la casa de Salmerón (un hombre cojo, triste y silencioso) ya existía un edificio funcional y anónimo.
Al llegar a la casa de mis abuelos y la de mis tíos, poco o nada era distinto, si acaso el balcón que ya no estaba y desde el que mi abuela, a gritos, me llamaba para comer mientras jugaba a las chivas o destrozaba hormigueros y cazaba lagartijas. Un señor desde una ventana de la casa me miraba curioso y, mientras yo les contaba a mis amigos (un poco perplejos por mi verborrea y la rapidez con que los traía, casi a matacaballo ) sobre un pequeño contrafuerte que colocó mi abuelo y que yo lo había marcado con mis dedos, en la fachada y que allí seguía, intervino para decir ¡que lo había puesto él...! Por esa calle estrecha que une las dos casas se baja al Convento . Es la calle de detrás de la de Mediavilla, que entonces estaba sin asfaltar, y por ella todos los días llegaban las caballerizas a gran velocidad. El ruido de las pezuñas sobre las piedras y los gritos de los arrieros se oian todas las tardes y yo tenía un miedo terrible a aquellos animales casí desbocados. Ya no era igual, claro, todo asfaltado y mucho menos ancho, con casas relativamente nuevas y con gente multicolor....
A mis amigos les explicaba que allí me había mordido una rata en una pierna, que yo esperaba con una escoba a que saliera de un corral pero saltó y se escapó, toda la calle se asustó y me llamaron intrépido y valiente; que arriba, al final de la calle, estaban los Carasoles·, con cuyos chicos nos tirábamos piedras y desde donde nos lanzábamos en las carretillas de madera calle abajo dándonos múltiples golpes, cosas de chicos; y luego venía el barrio llamado la Corona con la hermosa iglesia de Santa María, pero se hacía de noche y eso sería para otro viaje.
La fotografía de la iglesia de San Salvador procede de la web del ayuntamiento de Ejea de los Caballeros (www.ejea.net)
2 comentarios
Fernando -
Magda -
Un abrazo para ti.